A la orden, jefe
Apuntes del autoritarismo laboral en el Perú
Sencillamente, he comprendido que la única manera de igualarse a los dioses es ser tan cruel como ellos
Uno de los peores males que aqueja a nuestra sociedad peruana es el autoritarismo. Lo encontramos en todos los espacios sociales: desde las escuelas y universidades hasta los hogares, pasando por la política y el trabajo. Siendo este un tema tan amplio, mejor centrémonos en algunos puntos.
En el plano laboral, normalmente hay un sentimiento de adoración-temor-odio –o por lo menos estos dos últimos- hacia el jefe que, usualmente, se impone por el poder de su cargo o por su carácter, su fuerza. Para encomendarnos alguna tarea o asignarnos alguna actividad, no duda en ordenar sin consultar, o en tronar hasta que su voz nos sobresalte si lo cree necesario. La fuerza de la obediencia proviene del temor o la amenaza o de su supuesta generosidad, cuando esta, la mayoría de veces, camufla el beneficio de un derecho que nos pertenece, que no es una dádiva; pero esa obediencia nunca será acuerdo, menos producto de la motivación o la persuasión.
Además, toda participación de sus subordinados es mero protocolo vacío, cumplimiento de ciertas normas impuestas por jefes de mayor rango. En resumen, una farsa para que el área de recursos humanos quede satisfecha. Así despachan sin escrúpulos una formalidad prescindible, según estos autoritarios: considerar como participantes a los otros que laboran con él. Y no hay vueltas que darle, su palabra será siempre la única y la última, la efectiva.
Por supuesto, este jefe cree firmemente que la jerarquía excluye la amistad y viceversa. Hablo de la amistad como un intercambio íntimo, sincero y entre iguales. Y si sus (?) trabajadores pertenecieran a clases socioeconómicas inferiores a la suya –lo que normalmente sucede-, todas estas características se agudizarían –si se pueden empeorar todavía más las cosas.
Ahora, los que siguen inferiormente en el poder al jefe repetirán la fórmula con todos sus malos hábitos y tratos hacia sus subordinados, y estos, a su vez, los replicarán hacia los que estén a su cargo. Y así sucesivamente hasta el último nivel de los parias que no tienen con quien desquitarse y usar este poder. Entonces, por ser ellos mismos su único blanco, se hundirán en el odio propio hasta autodestruirse.
Es bueno tener claro que quien permite ser abusado, se odia. Y si no se daña a sí mismo, proyectará su odio y frustración de no poder responder en otro de menor grado, y, por consiguiente, ejecutará el respectivo maltrato y dominio.
En este tipo de poder, el jefe se cree poseedor de sus subordinados. Es decir, los demás debajo de él, laboralmente, le pertenecen, y en el mejor de los casos, solo hasta la hora de salida del trabajo.
El autoritario se eleva como el único importante y humano entre sus subordinados al quitarles la voz y la planificación y responsabilidad de sus acciones. Somos nuestro discurso. Con las palabras –nuestras palabras- decimos lo que somos y nos mostramos únicos. Vamos conformando nuestro ser frente y entre los demás. Aunque los demás me rechacen, este rechazo proviene del reconocimiento de mi identidad por la diferencia. Este tipo de jefe hace algo peor que el rechazo: nos invisibiliza, nos anula.
No nos olvidemos que también somos nuestra actuación. El autoritario nos priva de participar en la invención y programación de nuestro quehacer. Solo nos da órdenes. Simula escuchar nuestros reparos o sugerencias. Pero el autoritario ya decidió desde mucho antes de que abriéramos la boca lo que debemos hacer. Y toma el crédito de nuestro trabajo si acertamos, y nos abandona en la culpa si nos equivocamos. El autoritario es experto en sacar provecho de nuestros errores, de esta manera consigue la razón perfecta para empequeñecernos, para tenernos más sujetos a su dominio.
Para terminar, es necesario decir que el autoritarismo no es exclusivo del Perú. Pero vivimos aquí y lo sufrimos cada día de primera mano. Es un lastre de nuestra cultura que anula la identidad y mata el pensamiento (crítico). Lamentablemente, se ceba también en las escuelas entre profesores y alumnos. Y se reproduce una y otra vez de generación en generación. ¿Podremos detenerle? No lo sé. Pero vale la pena intentarlo. Porque vale la pena la justicia.